Una Iglesia cómplice, bienintencionada e ingenua.

Frente a esta tremenda situación de injusticia es doloroso añadir que la Iglesia jugaba un papel de cómplice ingenuo y que los seguidores de un Evangelio de caridad y fraternidad eran las excepciones.


Por de pronto, nos encontramos con un número excepcionalmente alto de “personal de Iglesia”. Contamos con cifras bastante serias, referidas a los principios del siglo XIX, que nos dicen que eclesiásticos, frailes y monjas se acercaban a las 200.000 personas en España, uno de cada cincuenta españoles, el doble proporcionalmente que los que entonces tenía Italia, el triple de los que contaba Francia, siete veces más proporcionalmente de los que tiene hoy España. El clero secular superaba los 85.000. Los religiosos eran 70.000. Las monjas, 30.000. Los oficiales de la Inquisición, 8.000 ¿Vocaciones auténticas todas ellas? Evidentemente, no. Para muchos campesinos el acceso al sacerdocio era la única manera de huir del arado. El régimen de mayorazgo hacía que muchos nobles destinasen a la tonsura clerical a los hijos menores. Y en no pocos casos se fundaba una capellanía -exenta de impuestos- para conseguir por poco dinero “colocar” a un hijo.

Aparte de la problemática moral que este exceso suponía, el país vivía en una “inflación” clerical que explica muchos anticlericalismos. Piénsese en una ciudad como Toledo en 1820: para 12.000 habitantes tenía 27 parroquias, 15 monasterios de varones, 23 de mujeres y más de la mitad de los inmuebles de la ciudad eran de propiedad eclesiástica.

Porque junto al número iba la riqueza institucional. También entonces -y más que nunca- se producía ese doble fenómeno que junta la pobreza real de una mayoría de clérigos de pueblo y la casi miseria de muchos con la impresión – y también la realidad- de una aplastante riqueza de la Iglesia institucional. Los obispos eran nobles entre los nobles. Los mismos superiores de las grandes órdenes ofrecían la estampa de verdaderos potentados: el general de los franciscanos (¡asombro!) tenía rango de Grande de España y recibía por donde pasaba los honores correspondientes a un comandante en jefe.

Y estaba ahí el dinero contante y sonante. Cálculos que no parecen exagerados señalan que los ingresos anuales de la Iglesia ascendían, a principios de siglo, a 1.042 millones de reales (600 millones provenientes de rentas de propiedades rústicas y urbanas, 324 de diezmos y primicias, 118 de derechos de estola y pie de altar). Y aunque esta cifra no es muy alta si se divide por el número de eclesiásticos (13 reales diarios, un sueldo de obreros), sí lo es vista en su globalidad. Como lo es el hecho de que quienes eran el 2 por 100 de la población poseyeran el 12 por 100 de los bienes inmuebles de la nación.

Pero más graves que las mismas posesiones materiales eran sus consecuencias: mientras la mayor parte del clero vivía cerca de la gente y compartía su pobreza, “la Iglesia visible” estaba situada entre la nobleza, pensaba como ella, compartía su moral, su injusta distribución de los derechos humanos, su sentido de clase.

En lo político, el maridaje Iglesia-Trono era total. Iglesia y Estado se apoyaban mutuamente, se ayudaban, se utilizaban, se dominaban, sin que resultara muy fácil decir quién dominaba a quién.

Los obispos españoles del XVIII eran no sé si “hombres de fe” u “hombres de buena fe”; más lo segundo, tal vez, que lo primero. Hombres de costumbres sencillas, que personalmente vivían como pobres, pero refugiados en la distante soledad de la autoridad. Científicamente su nivel fue sólo mediano, surgidos como eran de un tiempo teológicamente pobrísimo. Las facultades teológicas atravesaban un largo estiaje. Los seminarios no servían otra comida que un tomismo barato y remasticado. No es de extrañar que la irrupción de las nuevas ideas les sorprendiera y que no supieran contraponer a la ola del racionalismo más que una apologética sentimental o las excomuniones. Es también comprensible que políticamente se aliaran siempre con la derecha y que ante los ataques del liberalismo se mostraran casi todos partidarios del carlismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario