Una España del viejo régimen - 1/2

Todo este fenómeno de descomposición, por una parte, y de fermentos revolucionarios que estallarían en Francia pocos años después del nacimiento de María Rafols, llegaron a España con algunas décadas de retraso y no se produjo entre nosotros un estallido como el francés, sino una más larga -y, por tanto, más sangrienta- revolución que, en realidad, duró casi todo un siglo.


Cuando nuestra protagonista nació, España era típicamente lo que se ha dado en llamar “un país del viejo régimen”: una nación eminentemente agraria, dominada absolutamente por un rey y una nobleza que todo lo poseen y todo lo deciden.

Políticamente llegaba el país a los finales del siglo cansado de los reinados de Carlos III y Carlos IV y con una personaje tan desastroso para la nación como Godoy, valida más de la reina María Luisa que del propio rey. En torno a la corte pululaba la alta nobleza de los grandes propietarios de la tierra: los duques de Alba, de Osuna, del Infantado, de Medinaceli, de San Carlos... asta un total de 119 grandes de España y 535 títulos de Castilla.

En sus manos estaba toda la riqueza y todo el abandono del país. De los 37 millones de hectáreas cultivables, sólo ocho y medio se cultivaban de hecho. Doce millones se dedicaban al pasto, pero las más no conocían otro ganado que el cruce una vez al año de los rebaños de la Mesta. De esos 37 millones de hectáreas, diecisiete eran propiedad de 1323 grandes familias, mientras otros diez pertenecían a 390.000 “hidalgos”. Es resto correspondía -por así decir- a los diez millones de españoles con que entonces contaba el país. La población activa se calculaba en 6.650.000 personas, de las cuales 5.615.000 (el 85 por 100) se dedicaban a la agricultura, mientras eran muy pocos los entregados a la naciente industria.

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